A fuego encendido
por Sylvia Miranda

En la muestra de Mâlet, más allá de sus alegorías, de la clásica ordenación de los cuatro elementos que motivan y estructuran su trabajo, hay una fuerza incandescente que viene ya prefigurada desde hace una buena decena de años, cuando el amarillo de cadmio irrumpe violenta y paulatinamente en su paleta, convirtiéndose en el fondo privilegiado de sus obras.

Mâlet se sirve de los cuatro elementos primordiales – agua, aire, tierra y fuego –, asociándolos a la cita bíblica del Génesis, que el pintor desarrolla para demostrar las nefastas consecuencias del predominio del hombre sobre la naturaleza, representando la lucha incesante que ésta mantiene para no ser exterminada.

También en Los cuatro secretos de la creación, alude a los elementos, en un paraíso espiado por los espectadores y los escarabajos escondidos detrás de los árboles. Edén oculto, interior, escena para voyeurs, ironizada por la serpiente del Lago Ness. Por su simbología como por la superposición de planos que nos van introduciendo en el relato mítico, la obra condensa, a través de una carga fuertemente erótica, el elemento ígneo que subyace convulsionando toda la serie del Génesis.

En esta serie generatriz, el fuego arde como elemento omnipresente, casi como una consecuencia natural de esa elección por el amarillo de cadmio, de esa forma intelectualizada de trabajar a través de las citaciones y por la tendencia crítica que la obra provoca. El fuego fue también para Heráclito de Efesos el elemento privilegiado, el símbolo del logos, que “con mesura se enciende y con mesura se apaga”, representación del intelecto, de su lento y casi desapercibido nacimiento, que llega al esplendor luminoso de la llama, para terminar en su destrucción definitiva, en un estado de purificación sagrada.

Bajo este elemento, que permite el juego de una representación que condensa la lucha permanente, Mâlet crea la serie de los volcanes, encontrando en la figura icónica de la montaña sagrada, su referente central.

El volcán en la pintura de Mâlet es el símbolo de la inmutabilidad, del no profundo de la naturaleza a claudicar en su lucha, el símbolo también de la fugacidad de la vida frente a la eternidad. La imagen del Cotopaxi ecuatoriano, con sus relieves abruptos, magnificentes, aparece en convulsión arrojando fuego, lava y cápsulas sobre una pareja de enamorados y unos soldados enfrentados a las embestidas de la erupción. La escena muestra los dos rasgos contrapuestos que Mâlet utiliza, a menudo, en sus trabajos, lo estático frente a lo dinámico. El amor como algo eterno y perfecto, frente a la guerra como imperfecta y fugaz. Dualidad que la figura simbólica del volcán refuerza.

Esta idea está más decantada en el cuadro El jardín de Venus, en el que la representación, altamente prestigiosa del Fuji, con sus líneas delicadas y perfectas, asume, en tanto ícono, toda la carga simbólica del triunfo del amor y la eternidad, en este paraíso habitado por Venus orientales.

Otra variante la encontramos en la suite Berni. En esta serie Mâlet propone un trabajo de descomposición del color, como una forma de deconstrucción de la propia obra y de los elementos técnicos de producción, a través de la separación de los colores primarios –magenta, amarillo, negro y cian – utilizados en el sistema de cuatricromía. Esta serie vuelve a poner de manifiesto, mediante la exteriorización de los procedimientos, la singular manera de enfrentar lo pop, como impronta moderna, pero también histórica, en el conjunto de su trabajo. La técnica reactualiza el cúmulo inagotable de experiencias y referencias a lo largo de la historia, logra resemantizar el pasado para proponer una reflexión inédita. Este logro de Mâlet otorga a sus obras esa frescura, ese sarcasmo, ese humor y esa modernidad tratando los temas eternos.

He querido dejar para el final el espléndido cuadro Agnus Dolly, que para mí es la representación de un fuego hecho logos, lugar espiritual. El paso de la ardiente llama a la luz celeste del firmamento circular. Pienso también, por el simple placer de desenvolver los hilos de Ariadna, en ese quinto elemento del que hablaba Aristóteles, ese éter, que compone el cielo cósmico e inmutable, materia ligera en la que respiraban los dioses, espacio ignoto, por ello mismo, lugar de esperanza, donde las estrellas son signos hebreos de un alfabeto celeste, que nos advierten, rodeando a Dolly, sobre el otro lado de la ciencia, ese otro dios que se torna hoy en día omnipotente.